Relación emociones y arte
Es curiosa la capacidad
que tiene una melodía o un aroma para trasladarnos en el tiempo y en el
espacio. Todos hemos percibido esa sensación, difícil de expresar con palabras,
cuando escuchamos una melodía o percibimos olores que nos recuerdan algún momento
de nuestras vidas. La felicidad sobrevenida, al recordar el olor a jabón de las
manos de una madre, que nos embriaga sin avisar es difícil de explicar. Es un
momento fugaz que se nos pasa cuando volvemos a poner los pies en el suelo.
Pero es un instante en el que sentimos un torbellino de emociones que nos sitúa
en esa escena de la infancia.
En esta actividad se nos pide que comentemos
las sensaciones personales vividas con alguna obra de arte. Desde el primer
momento no he tenido duda que hablaría de “Dos viejos comiendo sopa”. Me
impresionó la primera vez que la contemplé. Al igual que en la escena de la
infancia que he comentado y que me llena de diferentes emociones
incontrolables, la contemplación de esta pintura de Goya me produjo un impacto
equiparable.
Representa una escena
horrenda, tétrica y oscura, de la serie de Pinturas negras del artista. De esas
obras en las que, a priori, no queremos detenernos a mirar. Sin embargo,
permanecí largo rato ante ella. Me atraía porque “veía” multitud de cosas. En
ese momento era como tener la vida entera delante de mí. O quizás era la vida
de esos dos viejos la que intentaba imaginar. La imagen me transmite sobre todo
ternura, y me hace sentir tristeza, soledad, miedo y vértigo. Es como si
comprendiera la ausencia de cordura de estos dos hombres en el ocaso de sus
penosas vidas.
Me parece importante
señalar que, cuando vi por primera vez este cuadro, conocía el momento en el
que Goya lo había pintado. Había visto los grabados de “Los desastres de la
guerra” muy gráficos sobre el sufrimiento y las miserias humanas en cualquier contienda.
Así que por una parte comprendía de alguna manera el estado emocional de los
dos viejos. Pero lo que me perturba de esta obra es otra cosa. Yo no he vivido
una guerra, pero se lo que es convivir con la soledad no buscada, el miedo, el
vértigo. Reconozco en esa mirada de loca desesperación momentos concretos de mi
vida. Y los entiendo. Y veo mi vida a través de ellos y la ternura que me
producen se que es por mí. Porque ya todo pasó. Y podría pasarme horas
recordando los obstáculos superados en mi pasado mientras contemplo esos dos
viejos comiendo sopa.
Casi en el mismo instante
en el que he decidido comentar la pintura de Goya he recordado otra obra totalmente
antagónica, “Los chicos en la playa” de Sorolla. No solo por lo que representa
para mí sino por lo dispar de su estética. Antes la oscuridad y ahora la luz.
La tristeza y la felicidad. La felicidad inocente de la infancia. Contemplar
este cuadro es como abrir una ventana a mi niñez. Acudir a mi playa y sentir el
calor del sol y el frescor del mar. Saborear la sal de la brisa marina y
regodearme por un momento en esa vida sin preocupaciones.
Además, de este cuadro me maravilla cómo Sorolla consigue mostrar la presencia de la luz y ese efecto mojado en la arena y el cuerpo de los niños. Ese realismo facilita que nos transportemos a esa playa como si fuera una fotografía. El cuadro de Goya nos hace pensar en un lugar cerrado y frío y cobra importancia la expresión de los protagonistas apelando más a las sensaciones emocionales y no a las físicas como en el de lo niños en la playa.
Reflexionando sobre lo antagónicas que resultan las dos imágenes, me doy cuenta, sin embargo, que los efectos que producen en mí son muy similares. Me reconcilian conmigo misma y al final podría tener las mismas sensaciones contemplando cualquiera de ellas. Las dos representan realidades distintas y verdaderas que forman parte de mi esencia.
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